El Gran Hermano va a la escuela
Leyendo el blog de Josemi he dado con un articulo que ha
llamado mucho mi atencion y que me ha parecido apropiado compartir en mi blog.
Gemma Galdon Clavell
Mientras a los adultos se nos pide que sacrifiquemos
privacidad a cambio de libertad, los estudiantes pierden una y otra.
Hace solo unos
días, el Consell Escolar de Catalunya publicaba un documento alentando al uso
de los móviles en las aulas. La publicación de este informe coincidiendo con el
Mobile World Congress apostaba, acertadamente, por relacionar los debates
educativos con la actualidad tecnológica. Sin embargo, este debate parece
llegarnos cuando la comunidad educativa global se encuentra ya a años luz del
enfoque que plantea el Consell. Abrimos un debate que ya ha caducado.
La relación entre
la tecnología y los procesos de aprendizaje ha tomado desde hace tiempo caminos
mucho más innovadores a la par que preocupantes, en los que los retos del Big
Data, la EdTech, las tecnologías inteligentes y la vigilancia se enfrentan al
desafío de lidiar con menores y respetar el derecho de los niños y niñas a
desarrollar su autonomía sin ser sometidos a la vigilancia constante de sus
actividades ni exponerse a la explotación privada de sus datos académicos y
personales.
En Estados Unidos
el debate es tan intenso que ha derivado ya en propuestas legislativas. En
enero Obama anunció la Ley de Privacidad Digital para los Estudiantes, y
recientemente empresas como Google, Apple, Microsoft y las grandes proveedoras
de tecnologías vinculadas al aprendizaje firmaron el Compromiso con la
Privacidad de los Estudiantes para abordar específicamente estos temas. En
realidad la preocupación por cómo se recogen y gestionan los datos de los y las
alumnas estalló hace casi un año, cuando una de las historias empresariales de
éxito de la era de los datos, la start-up InBloom, quebró entre acusaciones de
vulnerar la privacidad de alumnado y escuelas.
InBloom se había
creado unos pocos años antes para proporcionar a los centros educativos un
espacio en la nube para almacenar todos los datos resultantes de la vinculación
entre el alumnado y su escuela. Un Dropbox masivo para escuelas que fue
adoptado por distritos enteros hasta que algunos padres y madres empezaron a
preguntar sobre la seguridad y la privacidad de esos datos. ¿Podían acabar los
expedientes académicos en manos de terceras empresas y determinar el futuro de
sus hijos? ¿Cómo se protegían datos personales sensibles, como las dificultades
de aprendizaje o acontecimientos familiares relevantes? ¿Preveía InBloom
almacenar los datos eternamente? ¿Qué decisiones sobre las criaturas se estaban
tomando en base a los datos generados por el comportamiento online, sin hablar
con el alumnado ni tener en cuenta las diferencias con los entornos online y offline?
Es evidente que en
nombre de la autonomía, la alfabetización digital y la innovación, hemos
convertido a los jóvenes en ciudadanos hípercontrolados
El caso InBloom
reveló el interés comercial por esta cantidad ingente de datos personales, así
como la ubicuidad de las tecnologías en el aula: desde videovigilancia a
controles biométricos de la huella digital al entrar en clase, pasando por el
control por tecnología NFC a los niños y niñas que se desplazan solos, y las
plataformas de aprendizaje y evaluación online que registran cómo aprende cada
estudiante: cuándo accede a la plataforma, qué teclea mientras está en ella,
qué documentos abre y durante cuánto tiempo, qué webs visita durante y después,
y cómo afecta el aprendizaje al comportamiento online de los menores. Un Gran
Hermano específico para estudiantes.
En muchos países es
ya evidente que en nombre de la autonomía, la alfabetización digital y la
innovación, hemos convertido a los jóvenes en ciudadanos hípercontrolados a los
que jamás se les pide el consentimiento ni se les pregunta si son conscientes
de las consecuencias sobre su privacidad de las decisiones tecnológicas de (las
instituciones de) los mayores. Mientras a los adultos se nos pide que
sacrifiquemos privacidad a cambio de libertad, los estudiantes pierden tanto lo
uno como lo otro. Recogemos sus datos desde que se levantan hasta que se
acuestan, les hacemos participar involuntariamente en experimentos de análisis
de pautas de aprendizaje sin que ni adultos ni supervisores puedan dar cuenta
de cómo se recogen y gestionan los datos, ni a qué usos se destinan cuando
acaban en manos de terceros. Y cuando los estudios nos dicen que la consciencia
de esta vigilancia hace a los jóvenes más desconfiados hacia las instituciones,
miramos para otro lado.
Avanzamos
sonámbulos hacia un futuro tecnológico al que no interrogamos nunca sobre sus
efectos negativos. Cuando el mundo pide soluciones de EdTech innovadoras,
responsables, auditables, que respeten la privacidad y la autonomía de los y
las estudiantes, nosotros seguimos fascinados por las maquinitas y nos
conformamos con un debate sobre el uso del móvil en el aula que parece tan
antiguo como desenfocado.
Potenciar el uso de
la tecnología en el aula debería pasar también por desarrollar y potenciar
aquellas soluciones que respetan la privacidad y los derechos del alumnado al
que dicen servir. Podríamos, por una vez, aspirar a aportar esas soluciones al
mundo. Podríamos, por qué no, dejar de conformarnos con reproducir debates
antiguos y apostar por ser protagonistas de los desarrollos tecnológicos que
permitirán maximizar el potencial de las nuevas tecnologías sin ningunear la
privacidad de los usuarios.
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